EL ÁNGEL QUE QUEDÓ HASTA EL FINAL
No habré puesto ni la
primera letra en estas líneas que pretenden ser narración, y quizá
espeluznante, de no ser la amada quien a ello me obligó.
Después de todo, yo pensé, y ella, la amada, me hizo
comprender con mayores razones, él está muerto, y así esta historia no ha de
fastidiar a nadie.
No se puede dejar de pensar, más bien, que pareciera –será
la falta de costumbre de vernos como muertos– que pareciera, digo, que uno
espera la muerte de otros para escribir rasgos de esas inexistencias.
Es, pues, de un tío de quien hablo; y como debe decirse en
los escritos para no abundar en datos: ha mucho tiempo queurió.
Hablo, se ha dicho ya, de que nada de lo escabroso que hay
en este hecho perjudicará a nadie, aunque en el vivir casi nada perjudica, o perjudica
tanto que con poco que se haga bien todo se salva, y se salva todo y mucho a la
vez.
Se trata, sin embargo, que habiendo muerto, resucitó.
(Ahora hay que creer o no. ¿Por qué ser responsables por
dudas ajenas?)
Fue atropellado una tarde por automóvil en la forma más
aparatosa. Quedó tirado en el pavimento, borbotando sangre, coagulándose
conductos de sangre, y montón de gente que se aproximaba y hacía ruedo ante el
cadáver, y policía discutía con hombre chofer que se apretaba la cabeza como si
le doliera fuerte, y era que no entendía cómo pudo matar a un hombre por culpa
de manejar rápido, no sé qué tenía que hacer.
Después periódicos abiertos con diferentes titulares y fotos
cubrían el cuerpo del hombre muerto, o inconsciente pero dado por muerto porque
alguien bien informado que tocó el corazón exangüe y oyó oreja pegada a pecho,
dijo que muerto estaba; pero el hombre en esa circunstancia de ya no
perturbaciones, ensangrentado, oh Dios mío, cómo pedir, pedir, que le apretaran
el pecho, que masajearan con fuerza sobre el corazón paralizado: volvería a la
vida, de ahí donde estaba franqueando, de donde no se retorna más, umbral de
inconsciencia letal que lo hundía o se hundía en ella, y una voz que le
reclamaba un movimiento, uno solo por favorcillo para salvarse antes de que ya no haya
la menor posibilidad, ¡un movimiento!
Ocurrió entonces: movimiento: contracción: una fibra
restallando, un brazo vibrando, pero los papeles de periódico disimularon el
tan grande esfuerzo, y solo hoja de periódico se corre dejando descubierto
coágulo como tarántula sobre mano macilenta. ¡Entonces! Había segunda, segunda,
definitiva oportunidad. Y movió otra vez –la fuerza, el esfuerzo cuando es
desmesurado es como deshacerse–, y sintió un dedo que se derretía, un brazo que
se hacía agua. Y alguien dijo “no está muerto”.
Ya pudo descansar. Esperó empapado en masa de nada, como de
nada, de humo y nube que no es nada, entre sonidos brutales oscuros sin sonido.
Esperó.
Llevaron a hombre destrozado por llantas de automóvil en
ambulancia.
No alargar la historia es necesaria consigna: mucho tiempo
después salió del hospital. Estaba bien, al parecer. Solo con el rostro
desfigurado, sin nariz propiamente, los labios arrancados y toda la parte
izquierda del rostro como cuando tocamos grasa gruesa para bielas o motores y
se pega alargándose en la mano, así, y mutilado de piernas y brazos.
Pero aquí un alto.
Como quien borra la pizarra de los ojos. No es por este
camino la historia. La verdad, siempre en el fondo la misma, es otra. No hubo
atropellamiento y papeles de periódicos cubriendo el cuerpo ensangrentado sobre
el asfalto reblandecido por el calor.
Vale más decir que un día el tío cayó en cama. ¿La razón?:
el misterio más cruel y terrible: ese enfermar sin causa y súbita y de carácter
mortal.
Ahí estaba agonizando. Aterrados sus ojos que miraban
pidiendo no sé qué perdones y qué horrendedades de ojos y gestos y sudores que
no alcanzaban las palabras en una boca entreabierta, reseca; asquerosamente
desfigurado el rostro ante el espanto, en espasmos.
Pero al amanecer de dos o tres días después del
agonizamiento, o al amanecer de la misma noche, el tío pareció ya no morirse, y
hasta tomó caldo de gallina y alcanzó a bañarse: sin oír palabras: bañarse
temprano en la madrugada con tal refriego de agua en su cuerpo que era como
para creer que en agua quería limpiar de mal su cuerpo maltratado.
Desde entonces el tío contó a toda buena persona que quería
escucharle, y poco a poco, día a día, y más mientras más tiempo pasaba, como si
así advirtiera con mayor claridad lo que había ocurrido aquella noche de
agonizamiento, cubierto por hojas de periódico ensangrentadas o por las sábanas
sudorosas de su cama acolchada: junto a él a cada lado junto a sudores y sangres,
hubo dos presencias o sombras o alucinaciones o personas que esperaban su
último aliento. Así contaba el tío para que no se creyera de primera intención
en locura.
Y una de esas presencias era como de ángel, como hermoso
muchacho adolescente de amor que lloraba a su lado, impotente de hacer
más.
Y sus lágrimas de niño dulce eran gozo para aquel que en la
desesperación de la agonía más debía aterrarse que aplacentarse, pero así era
tal tan grande hermosura y contentamiento del muchacho ángel ante mí.
Y al otro extremo, como sombra de frialdad, casi sin
distinguirse, muerte que se prendía, la otra presencia, decía el tío, era de
miedo y agotamiento.
Al contraerse el músculo exánime, al brillar el movimiento,
y al correrse las hojas de los periódicos manchados de sangre con moscas
desordenadas, y al escuchar la voz del peatón que decía “está vivo”, y que otro
decía “ambulancia”; o de creerlo en su cama, al lograr desprenderse de las
sábanas y acompañado por el muchacho ángel, llegar contra las opiniones de los
parientes que lo veían agonizante sin razón –que la muerte negra hace perder
todo–, llegar fuera de la habitación y enfrentarse al cielo, a la negrura del
cielo, y ver como si viera por primera vez la estrellas, y sentir, levantando
los brazos en alto, que las estrellas, esos puntitos rutilantes y azulados en
la negrura del cielo, van penetrándolo de afiladas voces agujas azuladas hasta
que el cielo, amanecer, fue azulándose, y los familiares lo regresaron a la
cama ya salvo porque así lo sabía él, y la ambulancia partió llevándolo salvo
hacia el hospital sin ningún periódico encima, ninguna página ensangrentada,
ningún rostro lloroso.
Sí lloroso su rostro. Sí ensangrentado él por su
propia sangre.
Contada está la historia espeluznante.
¿Por qué no haberla contada en vida
del tío?
Daremos cuenta por qué no fue así,
tal dice la amada.
Ocurre que hasta la muerte ya verdadera del tío, que fue plácida
(durante noche y encontrado expirado al amanecer), el tío contó a todos; contaba
con sus ojos fijos en el horizonte, fijos en un punto, atravesando todo
obstáculo de por medio: contaba con sus ojos profundos, casi vacíos, cuencas
desde donde salía como brota-lágrima brillo especial de locura y falsedad, de
mezquindad y verdad, y narraba la veracidad de su acontecer y de su regreso de
las sombras del reino de la nada, de la muerte, yo el resurrecto por obra de
Dios.
Y ante sus ojos, ante ese brillo, en ese brillo que
alcanzaba la bondad ya sin ninguna traba, y que se humedecían sin poder llorar,
era mejor creerle y no dudar.
Por eso, la amada, aquí, a mi lado, tocando con sus suaves
manos de amada amante y amantísima mi pelo cortado al rape, quisquilludo escobillón amado, dice que al contar
ahora la historia del tío, “qué importa ya si se duda”.
Nosotros dudamos. Nosotros dudamos y por eso escribimos la
historia del mejor modo posible.
Pero cuando veíamos los ojos del tío nosotros no podíamos
dudar.
Hace tanto tiempo que murió que ahora al recordarlo creemos
que podemos dudar libremente.
Esa es, finalmente, la condición del hombre en la tierra:
poder dudar y poder estar en certeza. Aunque para ello condición sea jugarse la
vida, como si cada instante fuera rodar de dado.
Amada.
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